Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Como me
viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:
-Yo oro ni plata no te puedo dar; mas avisos para vivir
muchos te mostraré.
Y fuese así: que después de Dios, éste me dio la vida, y
siendo ciego me alumbró y
adestró en la carrera de vivir.
Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para
mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar
siendo altos, cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas,
vuestra merced sepa que, desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era um águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo,
reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro
humilde y devoto, que, con muy buen continente, ponía cuando rezaba, sin hacer
gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar
el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres
que no parían; para las que
estaban de parto; para las que eran malcasadas, que sus
maridos las quisiesen bien.
Echaba pronósticos
a las preñadas: si traían hijo o hija.
Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas,
desmayos, males de madre.
Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego
no le decía:
—Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad tal
raíz.
Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente
mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes provechos con
las artes que digo, y ganaba más en um mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo
que adquiría y tenía, jamás tan avariento
ni mezquino
hombre no vi; tanto, que me mataba a mí
de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi
sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de
hambre; mas, con todo su saber y aviso, le contaminaba de tal suerte que
siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas
endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de
lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y
llave; y al meter de las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y tan por
contadero, que no bastara todo el mundo a hacerle menos uma migaja. Mas yo
tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era
despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba
entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces de un lado
del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando,
no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así, buscaba
conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.
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